sábado, 2 de octubre de 2010

SOMOS LA MARA 31

Hace un poco más de un mes algunos compañeros tuvimos la oportunidad de viajar a algunas ciudades de Guatemala y El Salvador. Antes de salir de México, no faltaron pronósticos funestos ni enérgicas exhortaciones a la prudencia, y algunas voces entre risas  proponían nuestra exhumación anticipada. Esto es inmensamente irónico, pues los mismos consejos y las mismas burlas que recaían sobre nosotros, las reciben casi todos los extranjeros que deciden venir a México. ¿Acaso los hombres como las sociedades no podemos mirar lo que somos? El espejo que nos ofreció esta experiencia ha sido distinto para cada uno, pero es seguro que todos hemos advertido que en ciertos viajes antes de tener hechas las maletas, ya nuestras cabezas van llenas de supersticiones, prejuicios y miedos. Sin embargo, durante el viaje casi todo apelaba a una historia común, casi dondequiera que estuviésemos, constantemente nos reconocíamos ligados por un patrimonio ancestral que perdura y nos vincula ineludiblemente, y lo que acaso es más vigente, una historia de sangre y miseria que nos hermana. Hemos podido advertir esa suerte de evasión permanente en la que parecemos sumergidos, esa omnipresente imantación que viene del norte y guía nuestros aspiraciones y sueños, esa nostalgia romántica por el viejo mundo, esas ganas de no estar aquí (los sures que siempre pierden) que culminan casi siempre en una imposibilidad por advertir lo que realmente ocurre, en una gran evasión magníficamente concertada. Mientras estuvimos en estos países, entre calles militarizadas o dominadas por pandillas, de pronto advertimos de que esa es una situación muy similar a la que viven millones de personas en muchas ciudades en el país, tal vez en algunos casos de un modo más extremo.
Escuchamos incesantemente que la violencia en México crece día con día. En tan sólo tres lustros, la presencia de México en los diarios internacionales pasó del tema económico al de seguridad. El otrora pacífico país ahora inunda las portadas de los noticieros y periódicos internacionales con notas sobre asesinatos, raptos y decapitaciones. Pero nosotros parecemos haber aprendido a vivir con ese fardo. Resignados, admitimos la violencia como algo “natural”. Pero la violencia no es natural. Aún no insistimos con suficiente fuerza en el hecho de que la violencia es una de las consecuencias más terribles de la injusticia social. Como afirma Eduardo Galeano, apelar a “la naturaleza” implica ofrecer una explicación mágica de todos los horrores y olvidar sus verdaderas causas. Pero, ¿qué hacer? Lo que motiva la acción de los hombres son metas forjadas en sus necesidades. Necesitamos paz. Y ese deseo es compartido por la mayoría de nosotros. Mientras caminábamos por el centro de San Salvador o en la Ciudad de Guatemala lo que veíamos era gente, pobre en su mayoría, que no querían ni robarnos ni matarnos y que, por el contrario, estaban dispuestos a platicar, a ofrecernos una sonrisa. Pero acaso lo más impresionante de esta experiencia fueron las historias de vida, la crudeza, la sinceridad, la locura, la dignidad, la ternura que ellas contenían y que deben ser contadas. Conviviendo con poetas, pandilleros y locos se va comprendiendo que hay que perder el miedo y recuperar la confianza en los otros, recordar que los otros no son clientes, sirvientes o dueños, que no nos vincula solamente el posible beneficio que podemos obtener de los otros o la efímera identidad del dinero, y que el mutuo interés por vivir mejor implica cooperación, solidaridad, fraternidad. La Mara 31 propone acaso algo insensato, algo que soñarían poetas o locos: la reconciliación de lo que parece opuesto, el reconocimiento del otro en nosotros. La Mara 31 es una utopía de paz, pero también una realidad: el reconicimiento de que hay millones de personas que queremos y creemos que es posible una sociedad más armónica y más justa. 

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